La vida de un hombre bueno: mi padre

Hay vidas que no necesitan alzar la voz para hacerse eternas. Vidas que se quedan en nosotros porque fueron vividas con una fidelidad inquebrantable al amor, a la  y a la verdad. Nuestro padre fue una de esas vidas. Una vida que, al recordarla, no se convierte en pasado, sino en una presencia que nos acompañará siempre. Lo vemos en la serenidad que sentimos al evocarlo, en la gratitud que brota sin esfuerzo, en la luz que sigue encendiéndose dentro de nosotros cuando pensamos en él.

El niño

Desde joven aprendió que la no es solo algo que se cree, sino algo que se vive. Que la confianza en Dios no se demuestra hablando, sino actuando. Su abuela Clementina y sus tías Carmen y Ana lo criaron con el cariño que su madre le habría dado, descubrió que la oración es refugio, que la entrega es fuerza y que la dignidad es un deber espiritual. Aquella educación, tan íntima y tan firme, le dio una raíz profunda. Y sobre esa raíz creció el otro conjunto de valores que admiró en las personas que marcaron su juventud: la rectitud en la conducta, la lealtad silenciosa, la disciplina que se ejerce sin estridencias, la responsabilidad ante los demás y esa convicción tan suya de que el deber, una vez asumido, se cumple siempre. Para todos aquellos que le conocieron, estos valores no les resultarán ajenos, puesto que los encarnaba en cuerpo y alma.

El joven

En esa unión de valores creció nuestro padre. Un hombre que vivía con una intensidad buena, una intensidad que nunca hería, que nunca exigía, que nunca imponía. Una intensidad que construía, amaba, servía. Tenía una manera rotunda y serena de estar en el mundo. Y así, cuando algo ocurría, cuando la vida se torcía o simplemente cuando necesitábamos un consejo o una presencia, todos teníamos el mismo reflejo, llamarle a él. Era automático, natural, nuestro punto de apoyo, la primera llamada, la voz que traía calma, el hombro que no fallaba. La disponibilidad absoluta con la que vivía era su forma de amar. Y nosotros crecimos sabiendo que, mientras él estuviera, nunca estaríamos solos.

El esposo y padre

Su amor por nuestra madre fue una de las verdades más hermosas de su vida. La cuidó con delicadeza, con lealtad profunda y con un sentido del compromiso que impresionaba. No necesitaba recordarlo ni explicarlo. Bastaba con mirarlo. A nosotros, sus hijos, nos amó enseñándonos sin imponerse, guiándonos sin invadir, corrigiéndonos con esa mezcla perfecta de exigencia cariñosa y ternura firme. Su autoridad no venía de su voz, sino de su ejemplo, y su ejemplo era siempre limpio e inspirador.

El abuelo

Luego llegó una parte de su vida en la que descubrió una ternura nueva, ser abuelo. Como siempre decía:

“Ser abuelo es el regalo de Dios por haber sido padre.”

Para sus nietos era simplemente “Balo”, un nombre que lo decía todo. Lo miraban con una admiración espontánea, con una alegría que nacía sin esfuerzo. Y él respondía con una presencia que no fingía nada: horas acompañándolos, sonrisas que se encendían solo con verlos entrar, una paciencia que parecía infinita. La intensidad buena con la que vivió siempre se volvió allí aún más pura. Para los nietos, Balo no fue solo un abuelo, fue un hogar, una raíz, un ejemplo que permanecerá en ellos para siempre.

Su Fé

 

La fé en Dios marcó cada etapa de su existencia. Rezaba por todos y lo hacía con la misma intensidad buena con la que actuaba en la vida. Su fe no se interponía entre él y los demás. Al contrario, lo acercaba. Le daba fuerza, calma y claridad. Le hacía capaz de querer más, de servir más, de cargar más. Vivió confiando en que la vida no termina aquí y, fiel a esa confianza, ahora sentimos que está donde tantas veces imaginó llegar, junto a su abuela, con su madre, con las sus tías, con su padre, con nuestra madrina Beatriz. Reunido con quienes formaron su primer hogar y en compañía de aquellos a quienes amó con devoción. Sabemos que su vida continúa allí como la vivió aquí: acompañando, protegiendo, esperando con paciencia amorosa.

Su vida en nuestras vidas

Hay recuerdos que se convierten en símbolos. Su cinta americana, por ejemplo. Con ella podía arreglar cualquier cosa. Y aunque pudiera parecer un detalle menor, en realidad era un reflejo perfecto de su manera de entender la vida: si algo se rompe, se repara, si alguien necesita, se ayuda, si un problema aparece, se afronta. No dejaba nada para después cuando podía hacerlo ahora. No dejaba a nadie solo si podía estar a su lado. Su espíritu era siempre el mismo: actuar, sostener, acompañar.

Y aquí, en la tierra, nos queda su legado. Un legado silencioso, cotidiano, vivo. Un legado que aparece cada vez que respondemos con firmeza a quien nos necesita. Cada vez que elegimos la verdad tranquila en lugar del atajo fácil. Cada vez que cuidamos a alguien con entrega. Cada vez que ponemos intensidad buena en lo que importa. Su vida nos enseñó a tener fé sin miedo, a amar sin cálculo, a ayudar sin esperar nada, a sostener sin preguntar por qué. Nos enseñó que la bondad requiere valentía y que la coherencia es una forma de amor.

Hay una parte de su legado, la más íntima, que permanece en la manera en que recordamos su presencia. A veces llega en forma de una frase que oímos dentro. Otras en la manera en que colocamos la mano al conducir, en cómo resolvemos un pequeño problema doméstico, en cómo miramos a nuestros hijos o en cómo respondemos cuando alguien nos necesita. Esas pequeñas herencias son las que demuestran que su vida sigue en la nuestra, no se ha ido, se ha transformado. Que su intensidad buena se ha vuelto nuestra brújula.

Gracias

Recordarlo, ahora mismo duele, mucho, pero al mismo tiempo reconforta. El vacío que deja parece llenarse de gratitud. Su ausencia hace presente un sentimiento de compañía. Su despedida nos acoge con una sensación cálida, fruto del amor que nos dio.

Papá, gracias.
Balo, gracias.
Tu vida sigue escribiéndose en la nuestra cada día.
Tu luz permanece en nosotros.
Tu amor nos protege.
Tu ejemplo nos guía.
Y tu intensidad buena, esa que te definió y nos cambió para siempre, estará con nosotros hasta que nos recojas en el cielo.

No quiero cerrar este reconocimiento… sin recordar este pasaje que resume el propósito, perseverancia y fidelidad de la vida de nuestro padre:

…He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día, y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.

Carta de San Pablo a Timoteo.

No llores si me amas

No llores si me amas,
¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo!
¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles
y verme en medio de ellos!
¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos;
los horizontes, los campos
y los nuevos senderos que atravieso!
¡Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen!
¡Créeme!
Cuando la muerte venga a romper las ligaduras
como ha roto las que a mí me encadenaban,
cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía,
ese día volverás a verme,
sentirás que te sigo amando,
que te amé, y encontrarás mi corazón
con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme transfigurado, en éxtasis, feliz.
ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo,
te llevaré de la mano por
senderos nuevos de Luz y de Vida.
¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!

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