El otro día iba en el coche. Ya no suelo poner música y, pasados diez minutos, las noticias repiten siempre lo mismo. Terminé en un programa de entrevistas donde personas normales hablaban de su vida, de lo que les suma y de lo que les resta. Programas como los de “Tengo un Plan”, de Sergio Beguería y Juan Domínguez, o “La fórmula del éxito”, de Uri Sabat. Sin grandes gestos, contaban cómo intentan sacar adelante el día. Me quedé con una idea sencilla: con constancia y coherencia, aspectos ordinarios de la vida, se pueden lograr cosas extraordinarias sin hacer ruido.
Pensé en cómo debería moverse un profesional cualquiera en una jornada cualquiera. Empieza por hacerse tres preguntas y apuntarlas en un cuaderno: qué problema voy a resolver hoy, por qué importa y cómo sabré que está bien resuelto. Esa rutina no es rígida, es claridad. Decidir lo que no se hará es tan importante como elegir lo que sí, porque la coherencia nace de priorizar con intención.
Cuando llega la conversación con el equipo, no busca hablar más que nadie, busca entender mejor. Practica la escucha de verdad, hace preguntas que abren luz y resume para alinear. Si discrepa, lo hace con respeto y con datos, sin herir. Cumplir la palabra se vuelve un hábito: si promete, entrega y, si ve que no llega, avisa a tiempo y propone alternativas. Eso es responsabilidad.
A mitad de mañana surge el problema que se repite cada semana. Podría apagarlo y seguir, pero prefiere parar un momento, mirar el origen y dejarlo mejor de lo que estaba. Documenta lo que ha hecho, automatiza lo que se repite y comparte una nota clara para que cualquiera pueda continuar. Es generosidad profesional y también colaboración con sentido práctico, porque facilita el trabajo de los demás.
También cuida las costuras entre áreas. Pregunta con educación, da contexto y tiende puentes. Entiende que el riesgo vive donde nadie mira. Esa curiosidad tranquila evita malentendidos y hace el trabajo más sólido. La colaboración no aparece sola, se cultiva con atención y coherencia.
Si aparece un roce, baja el tono y separa hechos de interpretaciones. Busca un siguiente paso que todos puedan dar. Resolver tensiones a tiempo no da titulares, da estabilidad. Eso es madurez y también cuidado por las personas con las que se trabaja.
Llega una decisión con dudas y datos incompletos. No se esconde. Decide con los mejores elementos disponibles, explica el porqué y deja por escrito qué señales harían falta para corregir el rumbo. Pide una opinión distinta, por si algo se le escapa. No busca tener razón, busca acertar. Ahí aparece la humildad, que es la que permite mejorar sin dramatismos.
Al final del día hace un cierre sereno. Revisa qué valor se creó, a quién se ayudó y qué queda por atar mañana. Envía una nota breve con los avances y agradece a quien empujó de verdad. Visibilizar el trabajo no es exhibición, es cuidado del equipo y claridad compartida para que todos sepan dónde están.
Antes de irse, dedica unos minutos a quien empieza. Acompaña, enseña un procedimiento y deja espacio para practicar sin miedo. Preparar el relevo no es renunciar, es liderazgo tranquilo que fortalece al conjunto. Esa constancia silenciosa crea confianza.
En el semáforo volví a pensar en las voces de la radio. Personas normales, con vidas normales, que suman desde hábitos sencillos. Entendí que lo extraordinario no suele anunciarse. Nace de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, de la claridad para elegir, de la escucha que comprende, del respeto que sostiene, de la responsabilidad que cumple, de la colaboración que une, de la humildad que corrige y del cuidado que no se olvida de nadie. Arranqué de nuevo y, como en un atasco que poco a poco se despeja, la idea siguió su curso: si estos valores se practican cada día, el camino se abre. No hace falta ruido. Hace falta seguir.
